Evaluación 3.º EP. 2018-19

Te presentamos uno de los primeros submarinos de la historia: el Garcibuzo. Le puso este nombre su creador, el inventor Cosme García Sáez, que nació en Logroño en 1818 y murió en Madrid en 1874. Cosme García ganó algo de dinero con sus primeros inventos, y con ese dinero construyó el proyecto que le hacía más ilusión: el Garcibuzo o Aparato buzo para navegación submarina. El Garcibuzo fue construido en Barcelona, y las pruebas finales se hicieron en el puerto de Alicante en el verano de 1860. Aquel soleado día toda la ciudad contempló cómo Cosme García y su hijo Benito (solo cabían dos personas en el submarino) se sumergían en las aguas del mar durante 45 minutos, navegando en todas direcciones, y subiendo y bajando de vez en cuando para que la gente no pensara que se habían ahogado. El Garcibuzo era de hierro y cobre, tenía una hélice, cuatro remos y un sistema que dejaba entrar el agua en el submarino (para que pesase más y se hundiese) y otro para echar el agua fuera (para que pudiera subir a la superficie y flotar).

Como el invento había funcionado, Cosme intentó venderlo a varios países, pero no tuvo suerte. El submarino quedó olvidado en el puerto de Alicante hasta que, tristemente, decidieron hundirlo para que no estorbara el paso de los barcos. Y allí, en el fondo del mar, debe encontrarse todavía el Garcibuzo.

Este es Isidoro, un robot que está todavía en fase de pruebas. Se alimenta de electricidad y hay que recargarlo cada dos horas. Sabe contar cuentos y cantar canciones, aunque no es capaz de mantener conversaciones. Pero lo que Isidoro puede hacer que no hace ningún otro robot es inventar y construir objetos nuevos. Infórmate bien sobre este robot y contesta a las preguntas.

Desde pequeña, Amanda había sido una niña muy creativa. A los seis años ya se le ocurrían originales ideas, como una máquina que ordenaba piezas de puzles, un medidor de bostezos o una bicicleta que nunca se caía, y construía estas invenciones con sus propias manos. Al principio, esta habilidad de Amanda hacía gracia a sus familiares, y los vecinos se quedaban asombrados de que aquella niña fuera capaz de crear cosas como Markus, El libro-despertador; Alfred, El balón canino, que corre a los pies de su dueño cuando este le llama; o las plastibolas, una especie de ruedas rellenas de líquido para arrastrar la mochila del colegio sin hacer ruido. Amanda no paraba de hacer y deshacer cosas, así que sus padres decidieron regalarle a su hija un perrito por su cumpleaños. Era pequeño, peludo, con un hocico negro y brillante y unas orejas blanditas que subían y bajaban sin parar cuando corría. Y era tan juguetón que Amanda no tenía casi tiempo de hacer los deberes del colegio, porque enseguida su pequeño amigo, al que llamó “Tarzán”, le estaba dando mordisquitos en las zapatillas para que fuera a jugar con él.

Pero mientras ellos jugaban algo pasaba en el barrio. En el parque, en el mercado, en todas partes la gente notaba que los objetos eran iguales cada día, y que nunca aparecía uno nuevo, o raro, o extraño: pronto se dieron cuenta de que echaban de menos los inventos de Amanda. Así que, un buen día, la directora del colegio fue a la clase de Amanda a pedirle, en nombre de todos, que por favor volviera a su trabajo de inventora.

— ¡Es que si hago inventos no puedo jugar con Tarzán! —protestó Amanda.

— Ya hemos pensado en ello —contestó la directora—: a cambio de que vuelvas a tus inventos, te dejaremos que traigas a Tarzán al colegio, para que puedas jugar con él durante los recreos. ¿Qué te parece? Amanda se quedó pensativa unos segundos, y de pronto una gran sonrisa apareció en su rostro.

— ¡Anda, esto sí que es un buen invento! —exclamó.

Y así fue cómo Amanda siguió siendo la niña inventora, sus amigos pudieron disfrutar de sus inventos y el colegio ganó una graciosa y juguetona mascota.