Evaluación 3.º EP. 2020-21

En Lecce, una ciudad del sur de Italia, se encuentra el Museo Faggiano. Este museo tiene objetos, piezas de arquitectura, obras de arte antiguas… y también una historia muy curiosa porque sus tesoros fueron descubiertos por casualidad. En el lugar que es ahora el museo vivía la familia Faggiano. Hace unos años, esta familia decidió hacer unas obras de reforma en su casa, porque había muchas humedades y querían convertir parte del edificio en una trattoria (es decir, un típico restaurante italiano). Así que el padre, Luciano Faggiano, y sus tres hijos comenzaron a romper azulejos, baldosas y paredes para arreglar las tuberías. Una mañana encontraron, detrás de las paredes, unos grandes huecos y pasadizos que conducían a unas cuevas. Cuanta más piedra quitaban, más objetos misteriosos encontraban: esculturas, cuadros, armas, monedas… Sorprendidos, los Faggiano comunicaron el descubrimiento al Ayuntamiento de su ciudad, que envió un equipo de arqueólogos (expertos en excavaciones antiguas) para que se encargaran de dirigir las obras y de ordenar las piezas que se encontraran. Y así fue como, en lugar de una trattoria, la familia Faggiano inauguró un pequeño y encantador museo.

¡Atención exploradores y buscadores de tesoros! Acaba de aparecer en el mercado el último invento para hacer descubrimientos. Después de Thesaurus-1, Thesaurus 2 y Thesaurus-3, ha llegado, más avanzada, más barata y en tamaño único, Thesaurus-4, la CÁMARA-DETECTORA.

Mi prima Fernanda y yo, con nuestro cubo vacío, solíamos ir a coger cangrejos al final de la playa, junto a unas rocas que entraban en el mar. Una mañana, justo detrás de esas rocas, descubrimos un barco de pesca abandonado. Su estropeada madera era verde y roja, y estaba encajado en la arena, inclinado a un lado, muy quieto, como una ballena que durmiera bajo el sol. Al verlo, nos prometimos que un día, cuando menos gente hubiera en la playa, iríamos a explorar el barco.

Un lunes por la tarde, con el cielo nublado, y con muchos nervios, saltamos las dos por la popa del barco (o sea, su parte trasera) y nos colamos dentro. En la cubierta del barco solo había algunas redes rotas, llenas de arena. Pero hacia delante, en la zona de proa, había un hueco y unas oscuras escaleras que bajaban hacia alguna parte. Mi prima y yo, con la linterna en la mano, comenzamos a descender hacia el interior. Olía a sal y a gasolina, y bajo nuestras zapatillas crujían las conchas de mar que pisábamos sin querer. Por el suelo encontramos una gorra, un guante de piel y un enorme martillo oxidado. Había mapas marinos por todas partes, y del techo colgaban unas algas que nos rozaban en el pelo y nos daban escalofríos.

De pronto oímos un ruido, primero lento, luego cada vez más rápido, un sonido como de muchas pisadas, como si de repente se pusieran a correr muchos marineros por la cubierta del barco.

Durante unos segundos nos quedamos quietas, muertas de miedo. Nos miramos y, con la respiración cortada, nos dijimos con la mirada: “¡Huyamos!”. Salimos corriendo escaleras arriba y, al volver a la cubierta, descubrimos, con alivio, que lo que creímos pisadas eran solo gotas de lluvia que retumbaban en el techo y se oían más fuertes dentro de la embarcación.

Riendo del miedo que habíamos pasado, mi prima y yo volvimos con el cubo de los cangrejos vacío, pero con una buena aventura que contar.